¿El reclamo de Moyano es justo y redistributivo?

Por Marcos Novaro  Lunes 25 del Junio de 2012 | 08:19



Puede que Moyano termine contribuyendo, sea por buenos o malos motivos, a un reequilibrio de poder y a la reapertura de la competencia en el sistema político argentino, muy necesarios dado el cuadro de concentración de recursos en la Presidencia y partidización del Estado que padecemos. Pero puede también que se cobre un alto precio por ese servicio. La legitimación apresurada de un sindicalismo faccioso, bastante corrupto y poco democrático por parte de la oposición, otros grupos de interés y los medios independientes podría terminar siendo parte de ese precio. En el que tal vez habría que incluir también algunas reivindicaciones que el líder camionero levanta como si fueran de la más estricta justicia, y puede que no lo sean tanto.
En este marco es oportuno poner en discusión la eliminación de Ganancias para los salarios medios y su reducción para los altos.  Es cierto que tal, como está definido, éste es más un impuesto a los ingresos que a las ganancias: no comprende la renta financiera y tiene falencias para alcanzar las de empresas y accionistas. También lo es que, debido a la alta inflación de los últimos años, el mínimo no imponible debe ser urgentemente actualizado para que el tributo no tenga efectos inequitativos. Pero no debería pasarse por alto que aun como está es un impuesto bastante más justo que casi todos los otros que cobra actualmente la nación.
El oficialismo, en su esfuerzo por deslegitimar el planteo de Moyano, ha insinuado quebajar cualquier impuesto debilita al gobierno nacional y popular y por tanto es por definición “de derecha”. No importa que la crisis desatada justifique a ojos auténticamente heterodoxos dar ese tipo de alicientes al consumo, o que lo que pagan muchos asalariados medios esté financiando en este momento subsidios que benefician a sectores altos.
Para fundamentar su denuncia contra Moyano y “la derecha” los voceros oficiales destacan el respaldo que el líder cegetista recibiera de la Mesa de Enlacey cierta coincidencia entre su planteo y el que ésta hizo hace poco contra el alza del inmobiliario rural en varias provincias, así como con el que en 2008 levantó contra las retenciones móviles. Pero eso sólo en parte le hace justicia, porque lo que argumenta Moyano tiene similitudes también con la postura que en el conflicto con el campo adoptó el otro bando, el kirchnerista. La consigna con que se está convocando al paro y la concentración de Plaza de Mayo el próximo miércoles guarda una paradójica e incómoda similitud con la que usaron los Kirchner en marzo de 2008 para movilizar a sus adherentes, entre los que se encontraba recordemos el camionero, a favor de la 125: igual que entonces, se sostiene que una decisión, en aquel momento subir una tasa, hoy bajarla, tendría directos efectos redistributivos, sin detenerse mucho a explicar por qué, y se ataca a los que la resisten por ser egoístas y caprichosos, aunque igual que entonces, detrás de esa fraseología maniquea, hay bastante poco espíritu redistributivo, se oculta un interés faccioso por sacar provecho, descargando los costos en los grupos y actores más dispersos y peor organizados, con disimulada indiferencia a los muy posibles efectos negativos para la equidad y el desarrollo que la medida impulsada implicaría.
Pongámoslo en estos términos: supongamos que, para compensar la eventual reducción de la recaudación de ganancias, el gobierno se viera obligado a reducir gasto social, o aumentar la emisión monetaria, o aumentar la tasa del impuesto al cheque; el efecto distributivo y productivo de la medida sería el contrario del que se proclama. Del mismo modo que sucede hoy con las altas retenciones, que al reducir el precio que reciben los productores agrarios dañan sobre todo a los más pequeños, favoreciendo la concentración del negocio en manos de quienes manejan las mayores explotaciones y la comercialización.
Moyano, por su parte, argumenta que la reforma al impuesto a las ganancias realizada en el año 2000 por la Alianza, por iniciativa de su primer ministro de Economía, José Luis Machinea, fue una típica medida noventista, antiobrera, y que habría que borrarla del mapa. Contra el silencio cómplice de los líderes radicales de nuestros días, sería justo defender esa reforma, una de las pocas que se atrevió a introducir ese gobierno: ella apuntó a modificar un sistema tributario que disculpa mayormente los ingresos, la renta y la propiedad, y se ensaña con el consumo, las llamadas “cargas sociales” (impuestos al trabajo en blanco que encima no son progresivos, como lo es Ganancias) y la producción. Fue aquella una reforma imperfecta, por supuesto: dejó afuera las ganancias financieras, como dijimos, y se cargó más sobre los altos salarios que sobre los ingresos de empresarios y accionistas, mucho más difíciles de registrar. Para peor, esas imperfecciones no se corrigieron con el tiempo, porque no se mejoró su reglamentación ni su administración. Que encima la inflación terminó de complicar: las “escalas” fueron pensadas en aquel momento para una economía con muy baja alza de precios, y cuando ésta se volvió alta y crónica distorsionó todo el esquema. La corrección de las escalas, como se sabe, ha sido en los últimos años objeto de retrasos injustificables: de tal modo, el impuesto lo pagan ahora cerca del 20% de los asalariados, el doble que en 2000, porque el mínimo no imponible ha quedado mucho más cerca del salario promedio en blanco, mientras que entonces era el doble que ese promedio.
Con Ganancias, además, sucede un poco lo que pasa con el inmobiliario rural, cuyo incremento fue objeto de agrias discusiones en las últimas semanas: defenderlo se complica porque se suma a una carga impositiva ya para muchos actores insoportable, debido sobre todo a varios otros impuestos bastante menos justos y razonables, y que deberían ser reducidos para alentar la inversión y la producción en un momento de crisis como el que empezamos a sufrir. Si las retenciones a las exportaciones no fueran tan altas, y no estuvieran reduciendo absurdamente el precio que reciben los productores agrícolas por su esfuerzo, subir el inmobiliario sería un estímulo a la inversión como lo son los altos precios, porque se volvería antieconómico tener tierras improductivas, y todos nos beneficiaríamos; pero en las actuales condiciones subir el inmobiliario puede producir el efecto opuesto, al quitarle aun más rentabilidad a explotaciones pequeñas y marginales, reducir el precio de la tierra y concentrar su propiedad, desalentando en vez de alentar la inversión productiva.
En suma, la discusión sobre los impuestos, su oportunidad y justicia, merece consideraciones más detenidas y precisas que las que tanto el gobierno como Moyano nos ofrecen. Más allá del legítimo interés que cada uno tenga en ello y de la posición política que se adopte, es de festejar que se discutan estas cuestiones prácticas, y ya no tanto mistificaciones sobre “el modelo”, sus excusas y sus sucedáneos.
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