Fraude organizado y Social

Especial para El Seguro en acción
Jorge Luis Borges escribió ya en 1968 -curiosamente, de manera contemporánea a los inicios de vigencia de nuestra Ley de Seguros-, que lo primero que evaluamos los argentinos ante la propuesta de una determinada acción, no es si se trata de una acción justa, sino si se trata de una acción lucrativa. “Se da, también, una suerte de picardía desinteresada; ante un reglamento, nuestro hombre se pone a conjeturar como podría burlarlo. Nos cuesta concebir la realidad de las relaciones impersonales. El Estado es impersonal; por consiguiente no debemos tratarlo con exceso de escrúpulos; por consiguiente el contrabando y la coima son operaciones que merecen el respeto y, sin duda, la envidia.”, dijo el más grande de nuestros escritores y, a la vez, uno de los autores más citados por filósofos, sociólogos e intelectuales de todo el mundo.
Tal vez sea interesante recordar esta cita, cuando el primer comentario a mi nota anterior (*) -que, desde luego, agradezco expresamente en cuanto contribuye a un ejercicio de reflexión sobre mis posiciones apriorísticas-, habla expresamente de ingenuidades y picardías.
Toda opinión enriquece. Pero cuidado, tratándose de un fenómeno jurídico -el seguro lo es, en cuanto contrato; y también lo es el fraude que no existiría sin contratos de seguro-, las clasificaciones y categorizaciones deben responder a exigencias metodológicas. Dada esta necesidad, la pretensión de incluir algunas prácticas reprochables de los aseguradores -a veces habituales-, como parte del fraude organizado es, cuanto menos, una idea de consecuencias tan peligrosas como imprevisibles.
Porque, recordemos, lo característico del fraude es su mala fe. Y en tanto una compañía aseguradora es, en esencia, una organización, si afirmamos una mala fe sistemática en sus comportamientos, será necesariamente una organización delictiva. Una asociación ilícita, en suma, que nos incluiría a todos: desde el propio Estado, en cuanto a través de la superintendencia permitiría esta instrumentación sistémica del delito; hasta el más pequeño de los productores asesores que, como partícipe necesario, estaría reclutando incautos inocentes para ser estafados por la organización que representa y de la que participa. Con todo respeto, la verdad no creo que eso sea así.
No se trata de huevos ni de gallinas, me parece. No se puede ser inocente, pero hay que tener presentes, al menos, las consecuencias necesarias de lo que se afirma.
Tampoco creo, como sostiene el segundo lector, que se pueda abordar la cuestión en términos de enfrentamiento entre débiles y fuertes. Recuerdo haber tenido oportunidad de comprobar el fraude de una gran empresa telefónica -más fuerte que su aseguradora, si esa fuera una calificación apropiada-, que pretendía incluir como daños de una tormenta, el derrumbe de innumerables postes que nunca había plantado o que habían caído mucho antes de su ocurrencia.
El primer lector habla de fraude organizado y el segundo dice estar de acuerdo plenamente, pero incluye los mismos comportamientos dentro del fraude social. Sin calificarlos de fraudulentos -porque ello nos llevaría necesariamente a las consecuencias antes expuestas-, yo acordaría en algún punto respecto a que ciertos comportamientos abusivos puntuales de algunos aseguradores en la liquidación y pago de siniestros -no de todos, huelga aclarar-, tienen que ver con la típica actitud de “anomia boba” del fraude social. La “anomia boba” es un concepto que Carlos Nino utilizaba para designar al incumplimiento de la norma vigente que lleva a una situación de conjunto peor a aquella que hubiera llevado su estricto respeto (en nuestro caso, la credibilidad en el sistema asegurador que permita su crecimiento, ni más ni menos).  
Al fin y al cabo, me parece que se trata de nuestra irrefrenable tendencia a pensar la sociedad como una guerra (entre fuertes y débiles, diría el segundo lector)  y, en ella, a cada contratante como un enemigo sobre el que se debe tomar ventaja.
Una relación conflictiva con la ley -y el contrato es jurídicamente, ley para las partes- que hace, entre otras cosas, que las primas que aquí pagamos sean comparativamente más elevadas que las que se pagan por riesgos similares tomados en otros lugares del mundo.
Tolerancia a la siniestralidad inexistente que encarece las coberturas, deja al margen a muchos asegurables realmente “débiles”, fuerza a seguir segmentando el mercado en términos de riqueza y, entre otras cosas, eleva también las comisiones de los productores asesores y los honorarios de los abogados.
Ninguno de nosotros está completamente a salvo del fraude social, en tanto vivimos en una sociedad notoriamente anómica. Que es la misma sociedad en la que viven los jueces y los aseguradores, desde luego.
Gracias de nuevo por los comentarios, y disculpas por la extensión de la respuesta. La calificación del fraude que propuse es parte de un libro en preparación, en el que estoy comprometido. En ese sentido, cualquier observación resulta útil para el tratamiento de un tema que nos preocupa a todos. En ese temperamento, invito a cada lector a acercarme sus propias experiencias y perspectivas a través del correo electrónico que figura al pie de esta nota.
Dr. Osvaldo R. Burgos
Abogado
www.derechodelseguro.com.ar
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